viernes, 10 de abril de 2015

VIENTOS DE MARZO. La historia de un mundo sin color


Dedicado a mis sobrinas María y Martina, a Lucía, Sofía e Inés, a todos nuestros  niños, sean  hijos, nietos, sobrinos, alumnos, amigos o hermanos para que ni ellos, ni sus hijos, ni los hijos de sus hijos tengan que vivir nunca en un mundo sin color... 


Siempre había vivido en aquel páramo. Sus padres habían decidido establecerse allí muchos años antes de que ella naciera. Era un pequeño pueblo de casas bajas, de un color tan semejante al suelo que casi era invisible en medio del árido paisaje. Todo era tan parecido entre sí que los viajeros que no lo conocían y pasaban por aquella carretera tenían que mirar más de dos veces para distinguir las casas de las lomas peladas y de las interminables llanuras en permanente barbecho.  Incluso sus habitantes se vestían de los mismos colores que el pueblo, llegando a mimetizarse tanto con el ambiente que casi no se les distinguía desde la distancia. 

La gama de colores oscilaba desde el pajizo de los cardos y las hierbas secas, hasta el marrón oscuro que lucían los troncos retorcidos y escuchimizados de los escasos árboles, todos coronados por hojas pequeñas y duras, de un verde tan opaco que apenas se distinguían de las leñosas ramas. La tierra, que también era de un color neutro y bastante uniforme, no mostraba siquiera un ligero tono rojizo que hubiera podido animar el paisaje, así que lo único que daba un toque de color a aquel lugar era el intenso azul de un cielo eternamente estaba despejado. El sol siempre lucía en todo su esplendor y el firmamento nunca cambiaba su aspecto. Tanto en invierno como en verano, en primavera o en otoño si mirabas hacia arriba sólo veías un azul tan claro y uniforme como la más azul de las turquesas. 


Y es que en aquel pueblo de un solo color nunca hacía viento. No corría ni la más leve brisa que pudiera traer alguna nube viajera. No había  cirros esponjosos ni estratos delicados con los que jugar a ver formas de animales, no había cumulonimbos que trajeran agua desde lejanos lugares, ni nimboestratos que vinieran cargados de nieve. Tampoco nubes que ocultaran rayos misteriosos o que estuvieran dispuestas a chocar entre sí  para que sus truenos retumbasen en toda la comarca... ¡Nada! El aire no se movía, así que Rita no había sentido nunca el viento en la cara, ni se le había metido de pronto algo en el ojo, ni había vuelto a casa con el pelo hecho un lío, ni había pasado miedo al oír los aullidos del aire al entrar por la chimenea o sus silbidos al dejar mal cerrada una ventana. Las cortinas de las casas, todas del mismo color que el paisaje, jamás se movían y caían lacias y aburridas a ambos lados de las ventanas, sin más entretenimiento que matizar siempre los mismos límpidos rayos de sol. 

Rita nunca se había mojado bajo la lluvia, ni había chapoteado en un charco, no había visto un rayo o escuchado un trueno Todo estaba siempre en calma... En una aburrida calma. Pero no todo era malo. Había descubierto algunas cosas que alegraban su día, como columpiarse durante horas para sentir el aire en la cara, ver el amanecer y la puesta de sol  y observar a los pájaros marrones que, aunque no volaban mucho porque no podían jugar con el viento, la entretenían con alguna pirueta.

Se levantaba muy temprano y, sentada en el alfeizar de su ventana, disfrutaba del fresco de la mañana y de los tonos anaranjados que teñían el horizonte justo antes de que el sol saliera. Durante aquellos minutos se quedaba embelesada fundiéndose con el color, inspirando profundamente para atrapar tanta belleza. Pero sin duda el atardecer  era su momento favorito. Siempre procuraba estar a esa hora en la loma más alta del pueblo y disfrutar así durante más tiempo de la mezcla de los amarillos, anaranjados, rojos, azules y morados que lograban incluso insuflarle algo de vida al aburrido paisaje. Se quedaba allí, extasiada,  hasta que el cielo se teñía de ese azul profundo que aún no es negro y que sirve de aterciopelado tapiz a las primeras estrellas y a la luna caprichosa que, dependiendo del día, cambiaba de forma y de tono de marfil. 

Después volvía a casa a cenar y se acostaba temprano para soñarse vestida con suaves y ligeros vestidos de preciosos colores que revoloteaban sobre su cuerpecillo, mecidos por la agradable brisa que le acariciaba el pelo y la cara. Se veía jugando con cometas brillantes y llenas de cintas que volaban sobre ella haciendo cabriolas. Paseaba bajo la lluvia chapoteando aquí y allá para luego ver grandes copos de nieve cayendo despacio, como a cámara lenta, tiñendo aquel triste color marrón que lo cubría todo con el más brillante y límpido de los blancos. No sabía por qué, pero en sueños veía cosas y experimentaba sensaciones que jamás había vivido, como si durante la noche habitase en un mundo paralelo.

Así era la vida de Rita. Mitad sueño y mitad realidad. 

Ese día era su cumpleaños. Aquel 21 de marzo comenzaba otra primavera marrón y Rita cumplía diez años. Sus padres, que sabían de su imaginación y sueños, se decidieron a contarle la verdad, una verdad que se ocultaba a todos los niños que habían nacido en aquella era gris para que no supieran de la estupidez y la sinrazón de su propia especie. 

Ella les escuchó fascinada. Ellos no lo habían vivido, pero se lo habían contado sus padres, los abuelos de Rita, quienes a su vez lo habían visto sólo cuando eran muy pequeños. Entonces el mundo era hermoso y los colores estaban por todas partes. Nunca sabías si al día siguiente ibas a ver el sol o si éste iba a estar escondido tras la niebla. El viento llevaba a las nubes de un lado al otro, la tierra podía sembrarse y los animales pululaban por doquier, mientras que las plantas lo cubrían casi todo como una alfombra, ofreciendo sus frutos a quien quisiera cogerlos. Pero ya nada quedaba de aquel paraíso. 

Durante  unos años el mundo sufrió extremas tormentas de nieve, lluvias torrenciales, inundaciones, incendios, terremotos, explosiones, guerras, migraciones de millones de personas en busca de un lugar para vivir.  Finalmente,  los gobiernos de todos los países  se dieron cuenta de que se había llevado al mundo al punto de no retorno. Ya no se podía arreglar todo lo que se había hecho mal durante décadas  y supusieron que la tierra iba a exterminar a la humanidad sin más contemplaciones. Sólo quedaba esperar a que eso sucediera. Unos imaginaban la colisión con un meteorito, otros la implosión del planeta. Unos grupos aseguraban que habría una nueva glaciación mientras que otras corrientes apostaban por una inversión de los polos que conllevaría la inundación de todos los continentes. Y mientras se esperaba el inminente final, unos optaban por rezar e implorar por el perdón del hombre, mientras otros se trasladaban a las zonas que creían serían más seguras en función de cuál fuera su versión del fin del mundo. 

Sin embargo nada de todo eso sucedió.  De pronto un buen día, la tierra entera se quedó en silencio. Sin más. En el más absoluto y aterrador de los silencios. El viento se detuvo por completo, las nubes desaparecieron y la tierra pareció rendirse, bajar los brazos y dejarse morir, aburrida ya de tanto despropósito. Lo que había sido un mundo lleno de vida, un puzzle de diversidad integrado por los más diferentes y hermosos paisajes, se convirtió en un decorado terroso, como de cartón piedra, que no regalaba ni la más pequeña de las sorpresas. 

Durante los primeros días de quietud total, la gente miraba hacia el cielo temerosa o esperaba encerrada en cuevas y refugios a que se produjera el gran cataclismo. Pero nada. Pasaron los meses y nada sucedió. El mundo se volvió ocre y con él todos sus habitantes. Los ríos se secaron, quedando en sus cauces solo basuras y plásticos,  el mar se tornó oscuro y tenebroso y, aunque casi no se movía, parecía un gran abismo al que daba miedo acercarse. Ya nadie vivía cerca. Sólo se situaban  en las costas las plantas desalinizadoras con las que se obtenía el agua potable, las centrales eléctricas y miles de hectáreas de invernaderos que daban más sombra que otra cosa a los pocos vegetales también de oscuros colores que lograban sembrar y recolectar los gobiernos, bajo estrictas medidas de seguridad, para garantizar la supervivencia de sus respectivas poblaciones.

Sólo  entonces, cuando ya era demasiado tarde,  los países se pusieron de acuerdo para proteger a sus gentes, proporcionándoles alimentos, agua y refugio y guardando lo poco que quedaba de aquel hermoso mundo que habían conocido. Dejaron de lanzar gases venenosos al aire y al menos lograron que el cielo, antes también marrón, volviera a ser azul. Los que tenían más ayudaban a los que menos tenían y se repartieron todo por igual, sobre todo la miseria, la tristeza y el aburrimiento. En un planeta en el que todo era igual la verdad es que por pocas cosas merecía la pena luchar.

Aquel día, después de escuchar a sus padres, Rita decidió que el único propósito de su vida sería hacer que el color regresase al mundo y revivir aquellos tiempos felices en los que en cualquier rincón podía aguardar una sorpresa, una flor, un riachuelo, un insecto de increíble color,  tiempos en los que cada amanecer y cada ocaso eran distintos porque las nubes y el viento cambiaban el decorado a cada instante. Si había existido podía volver a existir.
¿Por qué no?

Estaba claro que la tierra se había cansado de ellos. Ya ni siquiera se enfadaba. Simplemente se dejaba morir, exhausta y agónica como un animal enfermo. Pero si ella conseguía que la escuchase, si lograba que se diera cuenta de que ahora había gente nueva, niños y adultos dispuestos a todo para disfrutar de su belleza, seguramente se animaría, se lo pensaría mejor y les daría otra oportunidad. 

Enredada en estos pensamientos subió un día más hasta la loma más alta para ver los colores de la puesta de sol. Allí, de pie, mientras asistía a su espectáculo favorito, se le ocurrió ponerse a gritar a pleno pulmón:

- Escúchameeeeee, por favorrrr. ¡Despiertaaaaaaa! ¡Sé que sólo estás dormidaaa! - Rita se ponía las manos alrededor de la boca para que su voz llegara más lejos-. ¡Sé que en realidad te gustaría volver a ser hermosaaaa!  ¡Danos una oportunidadddd, por favor! ¡No fue mi culpa, ni la de mis papás, te lo jurooo! ¡Nosotros te hubiésemos cuidado, de verdad!

Gritó desesperadamente durante varios minutos, hasta que le dolió la garganta y su voz, que ya empezaba a quebrarse, fue silenciada por un fuerte ataque de tos. Cayó de rodillas sobre la tierra reseca y cuando paró solo escuchó el silencio de siempre a su alrededor. No había respuesta. Pero le aguardaba una sorpresa. Cuando volvió a levantar la mirada se encontró de frente con con un enorme perro verde que la miraba intrigado.

- ¡Madre mía qué pulmones tienes, niña! le dijo el perro olisquéandola con su morro alargado y fuerte que terminaba en una húmeda trufa morada. Tenía los ojos azules como el cielo y las pestañas rojas. Una oreja anaranjada y la otra azul y tanto su larga cola, que se movía a toda velocidad, como su enorme lengua, eran de rayas de todos los colores que uno se podía imaginar. Incluso había colores que ella nunca había imaginado porque ni por lo más remoto sospechaba que pudieran existir.

- ¡Eres precioso! -dijo ella alargando la mano para acariciarle sin salir de su sorpresa- Nunca he visto nada tan bonito como tú.

- ¡Muchas gracias! - contestó él bajando la cabeza con timidez- Me vas a sacar los colores... Más aún. 

La niña se rió con ganas. Estaba tan contenta con aquella súbita aparición que olvido incluso que tenía que volver a casa para cenar. No podía quitarle los ojos de encima.

- Verás, le dijo el perro verde, he venido porque te he oído gritar. Bueno, yo y hasta el último grano de arena de este páramo desolado. ¡Llevábamos tanto tiempo esperando a que alguien despertase y decidiese hacer algo al respecto! Hace décadas que sólo se escucha silencio y eso es muy triste la verdad.

- ¿Quién eres? - Le preguntó Rita sin dejar de acariciarle el lomo. 

- Soy Max, querida niña - contestó cerrando sus rojas pestañas e inclinando brevemente la cabeza- Uno de los guardianes del color.

- ¿Guardianes del color?- repitió extrañada.

-  Eso he dicho, sí. Cuando todo este desastre ocurrió y la tierra decidió volverse marrón y silenciosa, eligió a un grupo de seres de fiar, entre los que me hallo, para que guardáramos los colores del mundo... por si algún día ocurría algo extraordinario que la animase a despertar de nuevo. Han pasado muchos años desde entonces pero nada me ha hecho salir de mi guarida hasta hoy. He venido hasta aquí a toda prisa, a ver si es que aún hay esperanza.

- Oh sí, palmoteó Rita contenta. Quiero que el mundo vuelva a ser como era antes, como me han contado mis padres que era en la época de sus abuelos. Estoy dispuesta a hacer lo que sea para lograrlo, de verdad, todo esto no ha sido culpa nuestra .

A la niña se le llenaban los ojos de lágrimas a medida que hablaba. Max, el gran perro verde, torció la cabeza mirándola con ternura y recorriendo su carita con un soberbio lengüetazo, le aseguró que precisamente para eso había ido hasta allí, para ayudarla en su propósito ¡Vamos! Le dijo comenzando a andar. Sígueme, lo que buscas está aquí cerca.

Rita comenzó a andar detrás de él y a la luz de  los últimos rayos de sol, pudo darse cuenta de que cada una de las almohadillas de las patas de Max era también de un color diferente. ¡Estaba realmente emocionada! Aquello era toda una aventura. Nunca había visto algo tan hermoso como su nuevo amigo y sentía la misma sensación que en el más bonito de sus sueños. Parecía que todo se iluminaba a su paso. Sin pensar en nada más le siguió arriba y abajo por las suaves laderas de las lomas que rodeaban su pueblo. Luego caminaron a lo largo  del cauce seco de lo que en otra época debió ser un caudaloso río y pese a que el perro verde le había dicho que lo que buscaba estaba cerca, caminaron durante horas porque, según le explicó Max, cerca y lejos eran conceptos muy relativos en un mundo que era muy grande o muy pequeño, dependiendo de con qué se le comparase.  

Pese al tiempo que llevaban caminando Rita no se sentía cansada. El camino se fue volviendo cada vez más abrupto y cuesta arriba y cuando delante de ellos apareció la gigantesca mole de una montaña, la niña miró hacia arriba y asistió boquiabierta a la belleza de unas luces multicolores que se reflejaban en el cielo como una aurora boreal. ¿Dónde estamos? Preguntó incrédula. Ahora lo verás, repondió Max bonachón. Súbete en mi lomo.

La pequeña Rita se subió a lomos del enorme perro que comenzó a subir la montaña con ella a cuestas para hacerle el viaje más ligero. La niña se acomodó sobre su suave y colorido pelaje y se quedó adormilada con el ligero vaivén de sus gruesas patazas. Cuando llegaron a la cima y puso los pies en el suelo los primeros rayos del alba comenzaban a clarear el azul cerrado del cielo.  Estaban al borde de un gigantesco cráter, la enorme boca de lo que en otro tiempo debió ser un imponente volcán. Cuál no fue su sorpresa al ver cómo iban llegando por todas partes otros niños acompañados por animales multicolores. Elefantes, cebras, jirafas, búfalos, jacks, pavos reales, canarios, pingüinos, caballos, ovejas, abejas, cerdos, canguros, osos, cabras o ratones. Todos los animales tenían cabida en aquel interminable desfile, todos ellos combinando los más increíbles colores y cada uno acompañado por jóvenes y niños de distintas razas que vestían, como ella, los mismos aburridos ropajes marrones.

Animales y niños rodearon el cráter y Max, subiéndose a una piedra bien alta, se dirigió a todos ellos. 

- Queridos niños. Ya ha pasado mucho tiempo desde que el mundo entero es del mismo color. Ni vosotros ni vuestros padres habéis conocido otra cosa. Es el momento de intentar cambiarlo. Unid vuestros gritos e intentad despertarla. ¡Vamos, vosotros podéis! Debemos demostrarle que sois nuevas gentes, que sois más sabios y respetuosos y que sobre todas las cosas, queréis que vuelva a latir como antaño. Seguro que vuestro grito le llegará al corazón.
 ¡Vamos, chicos! 3, 2, 1 YA!!

Patas, alas y manos se enlazaron y lanzaron un grito conjunto hacia el oscuro agujero que se oyó hasta en la luna.¡Qué digo en la luna, hasta en otras galaxias! Gritaron hasta no poder más. Hasta que sus pechos se vaciaron por completo y el eco de sus voces, devuelto por las paredes de piedra, quedó suspendido en el aire durante minutos que parecieron horas.

Justo después empezó a salir vapor del enorme boquete y además el aire empezó a moverse. Primero despacio, como una tímida brisa, para después ir cogiendo fuerza y formar remolinos con la tierra reseca que cubría la montaña. Cada vez soplaba más y más. los niños gritaban contentos sujetándose el pelo y las faldas, hasta que el viento formó un remolino alrededor de cada uno y les levantó del suelo con fuerza juguetona. 

- ¡Nos ha escuchado, nos ha escuchado! - gritó la niña más feliz de lo que jamás se había sentido.

Metida en su remolino, Rita viajó durante horas y vio desde arriba lo grande que era el mundo y lo hermoso que podría llegar a ser y vio también que comenzaba a pintarse de colores a medida que el viento lo acariciaba y que se formaban nubes algodonosas que la acompañaban en su viaje. Todo lo que siempre había soñado por fin empezaba a hacerse realidad.

Cuando llegó a casa sus padres estaban algo enfadados claro, pero tan contentos porque inexplicablemente había empezado a llover que casi no la regañaron. Unos días después de aquello, los árboles se hicieron más fuertes y los riachuelos se deslizaban alegres loma abajo. Ni la niña, ni ningún habitante del planeta fuera joven o viejo, alto o bajo, gordo o flaco olvidó nunca aquella primavera, porque fue sin duda la más hermosa de todas las que se recuerdan antes o después de aquella triste era ocre. En todos los rincones del mundo brotaron las flores más hermosas que se mezclaban entre sí  en interminables jardines de amapolas y orquídeas, margaritas, caléndulas, hortensias, camelias, campanillas, jazmines, rosas, claveles, lirios, calas o violetas.  Las más exóticas, bellas y perfumadas, se aliaban con las más humildes formando un tapiz de increíble belleza.

El sonido también regresó y Rita podía tumbarse en la hierba más verde y mullida que nadie haya visto nunca a escuchar la banda sonora de su nueva vida, compuesta por agua, trinos, brisas y zumbidos mientras buscaba formas en las nubes viajeras. Se pasaba horas disfrutando de aquél espectáculo en compañía de su fiel amigo Max. Porque el bueno de Max volvió a buscarla, claro. Al principio a Rita le costó un poco reconocerle porque había devuelto todos y cada uno de los colores que guardaba al lugar en el que debían estar, pero sus lengüetazos y su rabo bailarín eran inconfundibles. 

La verdad es que se había quedado de un color un poco extraño, entre morado y amarillo tirando a gris verdoso, así que cuando su madre le dijo que si estaba segura de querer un perro tan raro, Rita y Max intercambiaron una mirada cómplice y él le dijo al oído:
 ¿Lo ves? ¡Hay cosas que sólo los niños podéis comprender!


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